dimecres, 25 de novembre del 2009

PRESENTACIÓ - Marc Gual, text íntegre.

En primer lugar me gustaría agradecer a todo el mundo su presencia hoy aquí. Lo digo de veras, no son solo las palabras que una elemental cordialidad exigiría. Desde pequeño la gratitud me crea una incomodidad que pocas veces he sabido definir. La gratitud se hace incómoda porque en realidad es la expresión social de un sentimiento más hondo que sin duda responde a un malentendido: el de estar en deuda con alguien. Mientras no lo resuelva, y esto ya he dicho que dura hace mucho, me ocurrirá lo que me ocurre hoy: que me siento en deuda con todos vosotros solamente porque estáis aquí.

A mí mismo me recuerdo, sin embargo, que este es un acto alegre y familiar, y me parece que tiene algo de celebración.

También me gustaría invocar el recuerdo de mi padre, que hoy estaría orgulloso y contento no porque yo sea yo, sino porque soy su hijo.

Lo que quiero contar ahora no es más que la respuesta a varias preguntas, pero antes me gustaría acabar de despejar el apartado de los agradecimientos. La verdad es que si no le salpican a uno, el capítulo de los agradecimientos siempre nos parece un poco aburrido. Pero son importantes, y más relajados —seguro que por la confianza— que el que he manifestado hace un momento.

En primer lugar una gratitud muy especial para mi mujer, indudablemente. Sin su ayuda no habría podido escribir este libro. Toda mi gratitud, además, por su fidelidad y por su compañía, por la fuerza que ha mostrado (una fuerza que ni ella misma sospechaba) en las difíciles circunstancias que hemos tenido que vivir, cuyo dolor y espanto solo ella conoce. Y por su lucidez, la alegre lucidez por la que no necesitó mirar a ninguna parte para saber que ellos tres (Víctor, Marina, Olga) nos estaban esperando, y que había que ir a buscarles. Nunca se la agradeceré lo bastante.

Asimismo, un agradecimiento literario y personal para Toni. Porque siempre ha creído en mí. Nunca ha dejado de manifestarme un apoyo sincero, al mismo tiempo siempre respetuoso con la lentitud de mi proceder. Una cosa eran los años de la universidad, pero cuando se convirtió no solo en escritor sino en crítico literario y su trato con la excelencia se hizo cotidiano y por fuerza su criterio tenía que crecer en exigencia, pienso ahora que lo fácil habría sido que de nuestra relación hubiera quedado la amistad y se hubiera diluido el sueño literario. Pero no fue así. Y ahora publico porque él llevó mi libro a la editorial.

A la editorial Paréntesis, evidentemente, también quiero darle las gracias por la oportunidad que me ha brindado. En particular a Isabel Giménez, que se ha encargado de la edición del libro y que me ha ayudado muchísimo; entre otras cosas, prolongándome los plazos de entrega para que pudiera incluir algún cuento rezagado así como todas las modificaciones que han hecho falta.

Varias preguntas, decía antes, a las que me gustaría responder. Preguntas que yo mismo formulo porque, aunque ya me han dicho que ese es un planteamiento erróneo, sigo con la sensación de que me tengo que explicar.

Por qué en castellano. Por qué escribir. Por qué cuentos tan tristes. Por qué publicar.

Por qué en castellano

Cuando era pequeño podía pasar que a la hora de comer mis padres hablaran de pronoms febles o de Narcís Oller, autor con el que mi padre había empezado a elaborar un diccionario de locuciones y frases hechas del catalán (los cientos de fichas que llegó a completar todavía deben de estar en algún rincón por casa de mi madre). Cuando tuve que ir a la universidad, quería oír nombres nuevos. Por eso me matriculé en filología Hispánica. Y fue un acierto. Pienso que a veces desde Cataluña se nos presenta la historia de España en un esquema reducido que enlaza a los reyes Católicos, la Inquisición, Franco y la foto de las Azores. Es una caricatura reduccionista. Se olvida a los sabios sefarditas, los luminosos poetas de Al-Andalus, los admirables erasmistas y la triste y profunda palabra del noble desterrado que fue Cervantes, junto con la tenaz voluntad de existir de todos los judeoconversos. Luego la desaprovechada sabiduría de los ilustrados, y Galdós y Clarín y por supuesto Machado. Yo llegué a Maragall por Unamuno. Pese a lo dado que soy a los viajes de la ensoñación, entiendo sin embargo que en algún punto un escritor tiene que operar desde la realidad. No paso por alto el hecho de que para otras generaciones el castellano sí fue una imposición y así como sé que no hay que olvidarlo, también respeto y entiendo los sentimientos que de ello habrán nacido; y hasta tengo en consideración que la libertad en la que hoy vivimos permite que un ciudadano de Cataluña viva las 24 horas del día prescindiendo absolutamente del castellano, y que por tanto le parezca algo ajeno. Pero lo real, lo real en mi caso es que el castellano nunca ha constituido para mí un ámbito hostil, sino todo lo contrario. Y lo siento como propio. Estoy harto de oír anécdotas y ocasiones de gente mezquina que ha ofendido a gente que me es querida. Por supuesto en las dos direcciones: tan pronto es hábleme en la lengua del imperio como si no és en català no el puc entendre. Acaso la anécdota que quiero que me sirva es la mía propia. En primero de EGB, cuando llegamos a la escuela Barcelona, recién estrenada, las profesoras nos contaron que tendríamos dos pizarras y que usaríamos el amarillo para escribir en catalán y la tiza blanca para escribir en castellano. Pero que ambos eran nuestros. Quizá arrancó en ese momento mi actual convicción de que el único bilingüismo que puede funcionar es el que se reduce a una cuestión sentimental: hay que querer a la propia y amar también a la otra, feliz adulterio sin culpa. Pero claro, si lo reducimos a una cuestión sentimental, también estamos perdidos, los sentimientos no se pueden forzar.

Dicho esto, debo dejar claro que indudablemente también siento un resabio de traición respecto a la lengua en la que nacen mis pensamientos y mis sentimientos, el catalán, una lengua que por sobrevivir cae en el error de imponerse, tan maltratada por los políticos de aquí (que la esgrimen, claro, pero en verdad no la aman) como incomprendida por los que allí no quieren entender su condición de hermano al que simplemente hay que querer. Este libro está escrito en castellano. Muestra de cordialidad o constatación de que esta lengua es también algo mío. Llámalo como quieras. Pero ahora las dos novelas que aspiro a escribir son en catalán. Y en eso estoy.

Por qué escribir.

No puedo ser muy original en este punto, muchos otros lo han tratado ya.

Aunque luego concurran mil caminos distintos, por ejemplo el de la fantasía, el de la invención pura y hasta el de la ficción extrema, la simple mentira que es trazar en palabras una trayectoria diametralmente opuesta a la propia, uno escribe para salvar la vida. Salvar la vida, salvar el instante, engañarnos en el espejismo de que su retrato la ralentiza y hasta la detiene, que las aguas del tiempo no pasarán a través de nosotros sino que flotaremos en ellas durante un detenido lapso, dilatando la extensión de su viaje. Eso es el principio de todo. Pero luego sucede la fascinación por la combinatoria lingüística (el significante vuelto arte), por su filigrana o por su desnudez. (Maravilloso y elevadísimo, de eso no hay duda, se trata, sin embargo, de un mero refinamiento de la cultura, una elaboradísima consecución del hombre, pero acaso pareja y tan respetable como fascinante puede llegar a ser el estudio de la botánica o subyugantes los sabios ardides del ajedrez.) Al mismo tiempo también se descubre que las palabras acorralan en su jaula la delicadeza y la zarpa del misterio de la vida, haciéndola más asequible (un significante que delimita un significado, lo afila y lo pule, le domestica el salvajismo que nos lo haría intratable, fantasma inaprensible). Sumando ambas dimensiones, el escritor-lector siente el regalo de que en ese mundo más de veintisiete siglos le preceden: en la biblioteca le aguardan sus cimas y hallazgos. Pero es que, además, a través de la lectura se deja oír la llamada de la imitación, irresistible canto de sirenas, y eso alimenta aún su ansia de aprehender la vida con las palabras. (Felizmente llegado hasta aquí, el escritor, no pocas veces envanecido en lo que le parece altísimo trabajo, debe recordar que es solo un pobre hombre empeñado en una manía que no es ni la más alta ni la más efectiva, pues ahí están la música o las matemáticas, acaso más próximas al desvelamiento del misterio.)

Pero creo que esto viene después. Primero es el ansia de salvar la vida. Por eso, de entre todas mis posesiones materiales, el mayor tesoro son las cintas de vídeo que desde hace unos años acumulamos. Sin perjuicio de que las tenga desordenadas, sin perjuicio de que apenas las haya vuelto a ver. Saber que están me tranquiliza. Cuando menos son un regalo que nos está aguardando para convocar las amarillas lágrimas de la vejez.

Por qué cuentos tan tristes.

Ya que se han escrito a lo largo de los años (el más viejo tendrá unos diecisiete, los tres más nuevos son de este verano) a mí mismo me sorprendió ver que al final hay en ellos una gran cantidad de orfandades. He recordado, así, que yo mismo fui un huérfano privilegiado (y valga el oxímoron), pues la ausencia de mi padre me llegó cuando ya tenía 18 años, cualquier momento antes hubiera sido peor.

Es cierto, en su mayoría son cuentos tristes. Pero, según cómo, parece que no podía ser de otra forma. La explicación, de una obviedad aplastante, está en uno de mis cuentos, el primero de ellos, que da título al volumen. En “La maldición del cronista” dice así.

(…) se confirmó que la constatación de la dicha había abierto el abismo de los interrogantes. Sí, preguntas y más preguntas, algunas de ellas hermanas del miedo.
(…) Él había sorprendido a su corazón en la avaricia de todo lo que tenían, y poco a poco la angustia se incrementó. Fue entonces cuando se condensaron las preguntas.
(…) Y si las cosas cambiaban. Cuánto tiempo duraría la felicidad. Qué habían hecho para merecerla. Qué no debían hacer para que no les abandonara. Cómo encajarían su ausencia. Y ansió, cada día con más desesperación, un sostén, algo que les protegiera.

A un nivel más bien enfermizo, que lamento y soporto (y hago soportar a los que están más cerca de mí, notablemente a mi mujer, gracias una vez más por tu paciencia), la conciencia de la propia felicidad hace resaltar, paradójicamente (o lógicamente), los mil peligros de un mundo que, aunque sé bendición de oportunidades, siento más como laberinto de amenazas. Supongo que sí se trata de un trauma por curar, y no es directamente (aunque lo pueda parecer), consecuencia de las experiencias vividas. No lo es, pese a que lo vivido encaja a la perfección como causa del miedo. No lo es, aunque persista en la lengua el sabor de unos días, la saliva agria en la que flotaron unas imágenes y unas soledades, como la de la mujer tan joven y hermosa que un 16 de marzo cualquiera sienta sobre la silla del despacho su cuerpo y el del niño que lleva dentro y decide por fin abrir el sobre que no tenía que abrir, era para el médico, despliega las hojas y lee en el informe las negras palabras que dejan en suspenso su vida. La tristeza de estos cuentos, de veras, no es consecuencia (aunque algo han influido, pero poco) de esos momentos. No. Pese a la medida, que casi todos desconocen —medio kilo o cuatro libras—, del poso que el miedo y la pena dejaron, lastre que viaja oculto y que ya casi nadie parece sospechar, pues casi nadie pregunta por él. (Solo yo, algunas noches, aunque duermo rendidamente, le oigo carcomer en los rincones, como un ratón que quiere robar. Pero si me llego a levantar —a veces el sueño vence mis ánimos y no logro escapar de las sábanas— no acierto a retorcer su escurridiza cola.)

O sea, que no. Lo vuelvo a repetir, no es por eso, sino por lo que decía al principio. La doble fortuna de ser feliz y ser consciente de ello trato de traducirla en gratitud, pero además, inevitablemente, por los poros de la mente se cuela un intruso en lo que de otra forma sería una fiesta sin descanso. Cierto miedo. Ansia lógica de no perder lo que se tiene. Y con los años ha urdido los relatos de este libro.

Troyano envenenado, sea como fuere, verifica una terrible paradoja. Si he dicho antes que el impulso inicial de escribir es el de salvar la vida, ocurre también (a veces) que la obsesión por lo que se está escribiendo, por resolver un nudo cuya disolución se intuye pero no se termina de alcanzar, rapta al escritor de su vida. Es, exactamente, la maldición del cronista. Aquí y ahora, el recuerdo de lo que ocurrió este verano me parece algo casi terrible. En lo más bonito e íntimo de las vacaciones (unos días, como afortunadamente tantos otros ha habido, a los que siempre desearemos regresar cuando la vejez se llegue hasta nosotros), en el albergue del Pirineo, una sola habitación de literas para los cinco, yo esperaba a que todos se durmieran para sumergirme, apenas unos minutos antes de que también me venciera el sueño, en los últimos detalles de “La ayuda”, acaso el más triste e incomprensible y hasta inaceptable de los cuentos del libro. Paradoja terrible, maldición del cronista: por salvar la vida te alejas de ella.

Y no sigo por aquí porque en el fondo creo que todo esto no lo tengo muy claro.

Finalmente, por qué publicar.

Escribir está muy bien. Lo preocupante es el tránsito desde el acto íntimo que antes ya he explicado hasta la osadía de publicar.

Como es lugar común (y acertado) que se publica mucha porquería, si somos honestos, el hecho de que le publiquen un libro uno no debería sentirlo como la confirmación de que se ha alcanzado un mínimo de calidad. Ojalá fuera así. Si en verdad lo fuera, el aprendiz de escritor podría decir que publica porque de esta forma adquiere la certeza de haber llegado a un determinado nivel, que la letra impresa refrenda en sus escritos la adquisición de una cota artística básica, como un permiso para seguir aprendiendo, para seguirlo probando.

Sin este argumento, la vanidad emerge como incómoda presencia. ¿Publica uno por vanidad? ¿Para extender a más gente el halago de su abuela (M'encanta, nen, com escrius, només que els arguments els trobo molt tètrics, però escrius molt bé)? (Qué curiosa maravilla que, aunque sabes que tu abuela te quiere y que difícilmente puede ser objetiva, en el fondo te encanta que te diga esto, y piensas que, más allá de su afecto, también es sincera.) ¿Por vanidad, pues? Espero que no. Pero si algo de eso hubiera, habría que aceptarlo con humildad. Vamos, todo el mundo me ha dicho que habría que aceptarlo con humildad. Entre ellos, el que ya afortunadamente cuento como amigo, el gran escritor José María Conget.

Además, no olvidemos que, tan larga como es la historia de la literatura, todo está ya dicho. Imposible aportar nada nuevo. Argumento demoledor, pero al rescate aparecen las palabras de una amiga, Rosa. Replicó: “Pero no lo has dicho tú”. (Luego recordé que eso también me lo había indicado Toni.)

Incluso con una salvación tan conmovedora como esta, también sería absurdo pensar que una persona progresivamente más insociable (todavía, espero, borde no porque la educación elemental me salva –pero en todo caso es algo de lo que pido disculpas anticipadas por lo que pueda pasar en adelante--), una persona que a veces ya ni tiene buena conversación, ahora de repente quiere compartir con los demás sus angustias o sus preocupaciones o sus miedos o sus alegrías convertidas en cuentos. La verdad, no cuela.

Y sin embargo te dicen de publicar y por supuesto no cabes de gozo y por supuesto te lanzas a ello con una ilusión como de noche de Reyes.

Mi padre decía que cuando un hombre no hace lo que piensa, piensa lo que hace. O sea, que primero haces las cosas y luego urdes los argumentos para que lo hecho se te aparezca como consecuencia de lo que piensas. Vamos, tener principios, pero a posteriori. Lo decía sobre todo como advertencia, pues es verdad que se trata de una inercia en la que resulta muy fácil deslizarse sin querer. Con su permiso, sin embargo, me parece que es lo que he hecho ahora.

Cada vez más, me voy encontrando con lo difícil que es hablar con los hijos. Cautivar su atención y que tus palabras les lleguen de verdad. (Digo que es difícil, pero también hay gente que tiene una habilidad para hacerlo que a mí me sorprende, la envidio.) De lo que les decimos, de lo que queremos transmitirles, pienso qué es lo que quedará y qué es lo que no. Y es aquí, en este punto, en donde le he encontrado más sentido a la publicación del libro. Este libro lo veo, ahora, como una botella al mar que llegará a sus islas cuando sean mayores, una carta para luego cuyo contenido, al que quizá se aproximen con insólita atención, atraídos por el prestigiado formato de la letra impresa y la encuadernación, será acaso (así lo espero) el anzuelo de una nueva proximidad, un nuevo diálogo. Porque con ellos sí, ni que me haya convertido en un viejo huraño, me gustará compartir lo que ahora me angustia o me alegra o me emociona.

Y ocurre lo mismo con este acto de presentación, que ya he dicho que me incomoda aunque sea una verdadera alegría. La editorial no me obligaba a él, por supuesto. He sido yo quien se ha obligado.

Los niños necesitan ver en sus padres una determinada heroicidad. Y a cierta edad parece que semejante cosa únicamente la asocian con un arquetipo atlético y juvenil que ya no se me corresponde. Ya sé que eso cambia con los años. A mí me pasó con mi padre. Las proezas musculares le quedaban lejos, pero luego descubrí que su pasado era en realidad un espacio mítico que de sobras colmaba el modelo que yo necesitaba en el tránsito de la infancia a la adolescencia: a mis ojos creció inmensamente cuando acerté a ver en él al caballero Jedi que, derrotado por un enemigo inmenso, había reinventado su vida en el Tatooine de nuestro hogar. (Y entonces Tatooine no era un desierto, sino un oasis.)

Nuevamente quiero agradeceros a todos vuestra presencia hoy aquí, mucho más conmovedora si recordamos que luego no hay canapés. Sois todos actores secundarios que no ha hecho falta contratar. La intención era que el tumulto y la aglomeración que generáis mis hijos la puedan confundir con la idea de que su padre ha hecho algo importante. Me parece que eso será bueno para ellos.

Muchas gracias a todos.

dimarts, 24 de novembre del 2009

PRESENTACIÓ - Toni Montesinos, text íntegre.

Echando la vista atrás, percibo el paso implacable del tiempo: han transcurrido casi veinte años desde que conozco a Marc Gual. Y hay felicidad y rabia en eso: satisfacción por haber gozado de una gran amistad con él, y turbación por tener ya demasiado lejos aquellos años juveniles, universitarios, de búsqueda y hallazgos, de pérdidas y también certezas, de muchas noches y algunas albas, de muchas conversaciones, confidencias, dramas y alegrías, e incluso un curioso viaje mallorquín conjunto. Y me remito a ese tiempo inicial que nos reunió a ambos, dichosamente, y que ya son un suspiro, porque a la hora de presentar este libro me venía de continuo la imagen de una escena concreta: exterior, mañana, patio de la facultad de filología. Marc enseña, reparte copias de su cuento «La maldición del cronista». Hay personas interesadas alrededor, y esas páginas firmadas por él son un pequeño gran acontecimiento. Yo observo y retengo lo que sucede. El escritor en ciernes que era Marc Gual, que ya había escrito algún cuento antes –si no me equivoco, «Educación para las claras y las yemas»– nace ese día: es la jornada en la que comparte su obra, como hoy, en esta tarde tan especial para todos los que le queremos.

«La maldición del cronista» es un relato excepcional, perfecto en su escritura primera, precoz, pero que aquel Marc veinteañero va a seguir puliendo con el paso de los años. Y estas dos cosas precisamente van a ser las que marcarán su andadura: por un lado, la constante corrección, revisión de lo escrito, en pos de afilar más la puntería literaria, algo tan extraño como admirable hoy en día en nuestro entorno cultural, ávido por publicar enseguida; por otro lado, la recreación interminable, en su yo más profundo, del tema central de ese hermoso cuento: la elección entre la vida y la literatura, entre la cotidianidad doméstica y familiar y la entrega al mundo interior artístico. Esta última preocupación va a perseguir a Marc Gual, que hoy la está sintiendo con la mayor intensidad, pues llega a su clímax, a su materialización en forma de libro editado. Su primer libro publicado después de veinte años bregando con esa lucha: escribir o no, pero siempre teniendo la conciencia de la escritura, del intelecto lingüístico, lo que ha generado reflexiones memorables por su parte, que yo he tenido el privilegio de escuchar a solas durante cientos de horas compartidas alrededor de una taza de café mañanero o una cerveza nocturna.

En estos recuerdos hay más instantes que convocar, más escenas que hoy desearía compartir. En los años noventa, yo me relaciono con un sinfín de actividades literarias, viajes, colaboraciones. No consigo arrastrar conmigo a Marc en todo ello, agazapado en un anonimato en el que se siente más seguro. Actitud rara para mí por entonces pero que ahora cobra toda su potente coherencia: este era el camino predestinado de Marc, que escuchaba mis peripecias, y en cierta forma él las vivía también, tan lejos y a la vez tan cerca. En todo caso, me desorienta entonces que un talento puro como el de él no le lleve a volcarse en la escritura, pero respeto su camino, entiendo su oscura incertidumbre, pues nuestras almas son gemelas en muchos aspectos y lo sabemos absolutamente todo el uno del otro. Y así, con su consentimiento, decido ser su hombre de acción, una suerte de albacea o agente literario de sus escritos. Son demasiado buenos para seguir inéditos. Y eso me lleva a la siguiente imagen: está amaneciendo, estoy en un hotel de Caracas, adonde he llegado el día anterior, y leo por enésima vez «La maldición del cronista», que ha cruzado el océano conmigo. He publicado mi primer libro en Venezuela, por efectos del azar, y quiero eso también para Marc. Es el año 1998 y compruebo que aquella primera sensación se repite y se refuerza: es uno de los mejores relatos que he leído y leeré en mi vida.

No es simple aprecio de amigo, sino que van surgiendo los lectores imparciales que guardan una buena opinión de ese relato. De tal modo que compruebo cómo el texto también le gusta a uno de los mejores lectores que hemos tenido en España: el recientemente desaparecido Rafael Conte, crítico literario de tantos periódicos, lector impresionante, tan culto como dicharachero y siempre atento a los autores noveles. No en vano, lo conozco, a él y la revista que coordina, El Extramundi, en un congreso de jóvenes escritores organizado por la Fundación Camilo José Cela. Meses después de aquella reunión, le escribo una carta hablándole de Marc, sería en 1999 o 2000, enviándole yo mismo «La maldición del cronista», indicándole la temática y el estilo de esa bella obra. El cuento tarda en aparecer, pues se trata de una publicación de periodicidad trimestral, pero ve la luz y su espera merece la pena, pues la revista proporciona separatas, que algunos de los asistentes aquí tendrán en su poder.

No quiero alargarme en estos antecedentes de «La maldición del cronista... y otros cuentos lamentables», que era el título que barajó siempre el autor, pero que al final ha podado, de manera acertada, indicando en la contracubierta el porqué de ese trasfondo lamentable. Pero es necesario apuntar cierta cronología para cerrar el círculo de acontecimientos esta tarde. Así las cosas, Marc sigue escribiendo a cuentagotas, y a la vez, por la brillantez de sus ideas, por la dimensión de sus aspiraciones estéticas, veo en él a un escritor completo, poseyendo historias definidas en su imaginación con claridad, con palabras precisas: concibe Las palabras del agua, formidable novela que sin embargo no está escrita; va pensando en Els menyspreadors màrtirs, que estoy deseando leer pero cuyas hojas siguen blancas. Es la poética del silencio, de la escritura interior, la que proyecta Marc al mundo: es un cuentacuentos mudo, es un francotirador que oculta sus armas. Por eso, cuando se pone a escribir después de meses e incluso años de darle vueltas al argumento, a la estructura, al lenguaje de un cuento, el texto resultante es siempre una lección de maestría léxica, de paciencia sintáctica, de simbolismo narrativo.

Y en paralelo, qué decir de estos años del siglo XXI: su lucidez de hombre maduro y responsable, su mente superdotada y corazón de oro para entender a los demás, para comprender el mundo y ponerle nombre al dolor, tiene entonces continuas amenazas que limitan sus lecturas y su escritura: durante numerosos años, le acechan sombras demoníacas, las cuales marcan el ritmo y las acciones de sus días, que lo limitan a ser un individuo con fronteras que no puede derribar. Por desgracia, sufre ciertas visitas puntuales, tangibles, pequeñas y peligrosas; tres visitas como los espíritus del cuento de Navidad de Dickens, pues son visitantes que le impelen a pensar con la mayor de las fuerzas en su pasado, su presente y su fututo, la primera vez cuando está a punto de ser padre de su primer hijo; un problema que ha podido y sabido superar para alivio de su familia y amigos. Es un pensamiento del todo egoísta por mi parte: con Marc Gual, el mundo me resulta más habitable, la vida tiene algo más de sentido.

Lo digo por experiencia. Marc Gual que me ha salvado muchas veces, ha evitado que me desmorone, sucumba al fracaso o a la soledad. Simplemente, escuchándome. Porque no hay nada que más acompañe que la presencia activa de un escuchador que atiende tus preocupaciones y se pone a meditar contigo, que te consuela, te esperanza, te apoya, día tras día, sin descanso. Desde que lo conozco, cuando yo no tenía expectativas de vida ni de trabajo, también en los periodos en los que he andado la travesía del desierto de no poder divulgar mi obra, que se almacenaba en el cajón y recibía docenas y docenas de rechazos, y hasta hace relativamente poco, en un triste asunto del que hubiera salido mucho peor si no es por él, su voz siempre ha estado disponible, con una atención desmesuradamente amable, tierna y reflexiva. Tal cosa, y perdonen este pasaje demasiado personal (aunque tiene sentido por lo que diré después), es algo tan extraordinario, de lo que me siento tan orgulloso, que en un día como hoy no puedo dejar de decirlo. Porque personas de la calidad humana y generosidad de Marc hay muy pocas, quiero decirlo alto y claro. Todavía recuerdo aquella anécdota que me refirió hace ya tanto: habíamos salido por la noche, él volvía a casa y se encontró con una pareja que discutía con gran agresividad. Marc, siempre dispuesto a mediar para reconciliar, intervino en la oscuridad de la calle imponiendo la palabra moderada para derrocar la violencia verbal, y quién sabe si física, cuando muchos de nosotros nos hubiéramos alejado cobardamente por el temor de presenciar algo que nos incomodara.

Nada de lo dicho hasta este instante, por mucho que revista un trasfondo sentimental, es gratuito. He querido hablar del hombre porque así entenderemos al artista, porque la obra de Marc, sin ser en absoluto autobiográfica, es totalmente biográfica: por medio de otros personajes, de símbolos, de cosas que le pasan a otros, descubro su alma delicada, contradictoria, sus pensamientos heridos. He aludido a la capacidad de empatía de Marc, a su confianza en el diálogo, en la palabra, porque tales cosas son nucleares en sus relatos. Es el resultado de sus grandes dotes de observador, de escuchador: la manera en que tiene de recrear su entorno mediante la PALABRA como herramienta de vida, comunicación, atención al otro. Algo que habrán tenido la oportunidad de notar los alumnos a los que ha tratado de transmitir el amor por la literatura, desde hace más de diez años como profesor de enseñanza secundaria. Qué suerte han tenido todos ellos.
Yo mismo me siento su alumno aventajado; he aprendido tanto de sus consideraciones, de su querencia por las lenguas española y catalana, que cuando leo sus relatos sólo hago que comprobar la lógica de su arte en vida extendiéndose a su arte escrito. ¿Cómo escribe Marc Gual, a qué se parece lo que escribe? Como en todo autor original, es casi imposible identificar sus influencias: a Marc le ha influido cualquier escritor que haya prestado máxima atención al tratamiento del lenguaje, al discurrir de las frases, a la sintaxis limpia, melódica, audaz. Por eso Marc degusta con tanta intensidad la poesía y la prosa de nuestro Siglo de Oro, así como un verso de Rubén Darío, un párrafo de García Márquez o un capítulo novelesco de Luis Landero. Dice Juan Carlos Onetti sobre Chéjov: «Sus obras tenían el tierno susurrar de la vida cotidiana y ordinaria, la inutilidad melancólica de los recuerdos», y eso mismo podría afirmar de los cuentos de Marc. Dice Clarice Lispector en uno de sus cuentos: «La verdad sólo cabría en símbolos, sólo en símbolos la recibirían», y me ocurre igual, que pienso en Marc al leer estas palabras, pues lo simbólico atañe también a nuestro amigo, de ahí que a veces sus historias sean metafóricas, en especial en la primera parte, «Cuentos de lejos», de corte fantástico.

Mi ejemplar del libro está lleno a rebosar de frases subrayadas que tienen un tono de suave lirismo. Cito algunas sueltas: «El único hallazgo fue el desengaño»; «un siniestro baile de augurios»; «la palabra que permitiera morir sin pena»; «la retina mercenaria de la memoria», y así muchas otras. La palabra más citada en el libro es soledad, pero también aparece mucho la palabra tristeza. Términos grandes, abstractos, inabarcables, que en Marc Gual tienen un alcance preciso, sensitivo: es una soledad muy profunda, un vacío muy hondo; es una tristeza inevitable, sobria pero latente. Esto muchas veces va en sintonía con una ausencia frecuente, y así, se hace explícito el anhelo por la resurrección del padre muerto, como en el citado «Educación para las claras y las yemas»; la vida solitaria, asfixiante, se nota en la protagonista de «Lucidez de Sandra», cuento de trasfondo bélico como el que le sigue, titulado «Por las tardes», ambos ejercicios simbólicos, este último lleno de romanticismo en su historia de encuentros y desencuentros, en su dicotomía amor-guerra. Y sobrevolando todos estos contenidos, la recreación del miedo, como en «La disculpa», que tiene una frase extraordinaria: «... ocurrió que la tristeza se convirtió en coartada contra el miedo». Pues seguramente ese es el tema central de la narrativa marcgualiana: cómo enfrentarse al miedo de vivir, a veces mediante el personaje de un joven al que la muerte paterna le da tanta fortaleza como vulnerabilidad; eso le sucede a Samuel en «La disculpa», texto fabuloso; lean con atención la página 69: ahí está el poeta que con prosa desempeña su misión de explicar los vericuetos del alma. Ahí está el Marc Gual que aúna realidad y ensoñación en un solo párrafo, y acabamos el cuento admirados al ver cómo el chico inaugura su miedo ante la vida, hasta que lo vence, adoptando el espíritu valiente de su hermano, también desaparecido. Sutilísimo, precioso, inolvidable.

Esta primera parte del libro, los cuentos de lejos, se cierra con otro texto asombroso, magistral. Se titula «Todo el mundo lo sabe». No sé en qué año fue escrito, pero refleja a un autor experimentado, capaz de realizar artefactos literarios perfectos. Es otro relato fantástico, en el que lo maravilloso es la entrada para sondear nuestra propia soledad en la sociedad de hoy. Es un cuento tragicómico, la historia de Juan Sánchez, que es hallado crucificado en el rellano de su escalera. Cuando a Marc le dije que me parecía un cuento cómico, se sorprendió, pues naturalmente la situación de su protagonista es trágica. Esto da una idea de la riqueza de los cuentos de Marc, susceptibles de recibir interpretaciones diversas. Ese cuento para mí tiene el humorismo de las narraciones claustrofóbicas de Kafka, que leía a sus amigos los cuentos que hoy nos parecen dramáticos pero que entonces despertaban hilaridad. En un momento dado, en el cuento, se dice que «por algún lugar debe de andar la verdad; más silenciada que silenciosa, pero ni perdida ni oculta, y sin embargo quizá inaudible». Fíjense en el narrador de este cuento impresionante que nos proporciona otro de los grandes temas de Marc Gual, la busca y la ambigüedad de la verdad, que a veces sólo tiene reflejo simbólico, como diría Lispector, y que da cuenta a la vez de la mirada de otro personaje, que surgirá en una de las novelas que tiene en mente el autor.

Mi intención sería comentar cada texto, pero no es este el lugar ni el momento, desde luego. Pero diré algo más sobre algunos otros cuentos, casi siempre en torno a motivos familiares, de relaciones interpersonales muy arraigadas: quiero referirme al penúltimo de la primera parte, «Mentiras», una inquietante muestra de cómo una mujer se cree sus propias falsedades, pues Marc se pregunta dónde está y cómo es la verdad de las cosas; quiero destacar el tratamiento de la conciencia de la soledad del otro en «El gato», donde no pasa nada y sucede todo, pues el tema está en la hondura de la personalidad de los personajes. Desearía advertirles sobre el narrador que todo lo observa en «Las mujeres fuman», de nuevo una meditación sobre la orfandad en la que el narrador siempre va en busca de constatar (verbo fundamental en Marc Gual), mediante la escritura, lo recordado, escuchado o visto, descubriendo cómo (y cito) «la verdad persiste en su traje de sombra».

Para acabar con la referencia concreta a los cuentos, pondré el acento en el primero de la segunda parte, «El heredero», que en cierta manera, de entre los breves, es mi preferido. Y quiero destacarlo porque estos días a Marc le ha pasado una cosa entrañable: la reacción de un escritor, a partir del envío de este libro, al que admiramos ambos. Se trata de José María Conget, a mi juicio el mejor cuentista que hay en España. Y ese hombre que para mí es el número en las distancias narrativas cortas le dice en una carta a Marc Gual: «Todos los cuentos están muy bien pero "El heredero" es una maravilla», y luego añadirá que es su favorito. Y estoy plenamente de acuerdo, como digo: su protagonista, un anciano cascarrabias, es memorable, y el narrador, como en «Todo el mundo lo sabe», es un autor-observador que da fe de las historias oídas. Así, Marc es aquel cronista de la maldición que se preguntó para qué escribir, es el hombre que me escucha pacientemente durante años, es el que escribe al fin sobre lo que significa la existencia ajena que, siempre, acaba siendo la propia.

Sigo reproduciendo las palabras de Conget, que a partir de un fragmento específico de un cuento, dice de Marc que es «un escritor que ha reflexionado sobre las propias experiencias y es capaz de transmitir mediante el lenguaje la emoción que surge de la reflexión y de la memoria. Me bastó llegar a esas líneas de tu primer cuento para percatarme de que leía a un buen narrador, un excelente prosista. Terminé ayer tu libro, que se cierra con un relato maravilloso». Conget está aludiendo a «Un lugar en el mundo», título que remite a una esplendorosa película argentina que ustedes recordarán. Es verdad, qué increíblemente bien escrito está, esa primera página radiante, del protagonista que tiene un recuerdo que cobra la imagen metafórica de un barco náufrago en el mar, haciendo un juego con las aventuras del Corsario Negro. Es un conmovedor estudio de cómo el recuerdo relampagueante nos asalta, y cómo un pequeño objeto puede hacernos revivir un tiempo pasado marcado por el enamoramiento por una mujer. El cuento, además, técnicamente, es impecable, aportando algo muy difícil de desarrollar: el punto de vista narrativo se desarrolla desde una segunda persona que se dirige al protagonista. Por algo Conget resume así su visión de la narrativa de Marc: «Creo de verdad que tienes acento propio, imaginación, capacidad lingüística y dotes de narrador.» Esto se lo llevo diciendo yo veinte años, y ahora espero que me acabe de creer y que continúe escribiendo.

Para terminar, volveré a explicar algo sobre la andadura del libro. Marc ha tardado mucho en publicar, y a la vez, sólo ahora tenía que haber publicado. En estos años, yo he enviado, recomendado su obra en muchos lugares. Inexplicablemente, editoriales expertas en relatos, no han acogido a Marc, un escritor mucho mejor que la mayoría de escritores que yo veo publicados en tales sitios. Pero el azar hace muy bien las cosas. Seguí perseverando, y entonces lancé la propuesta de libro a una joven editorial, Paréntesis, a su editor, el gran escritor y traductor Antonio Rivero Taravillo, y éste ha hecho posible que el libro haya visto la luz. La excelencia se abre camino con dificultad, pero al final lo logra. Resulta emocionante, es como alcanzar la cima de una montaña a la que se ha dado vueltas, sin encontrar un camino que llevara hasta arriba, pero al fin se despeja un sendero y se divisa la cima. Además, el libro original ha mejorado ostensiblemente: el perfeccionista Marc, una vez sabido que el libro iba a ser editado, encontró un orden y una división de cuentos magnífica, y añadió varios textos de altísimo nivel.

Marc ahora está disfrutando de una sensación que yo tuve muy presente cuando vi publicado mi primer libro, en aquel viaje venezolano. Hacía poco había leído las memorias de Pablo Neruda, Confieso que he vivido; en ellas, contaba que para pagar la impresión de su primer libro, Crepusculario, de 1923, tuvo que vender sus muebles y empeñar su reloj (un regalo de su padre) y su traje negro de poeta. Y decía algo hermoso y verdadero: «Creo que ningún artesano puede tener, como el poeta la tiene, por una sola vez en su vida, esta embriagadora sensación del primer objeto creado con sus manos, con la desorientación aún palpitante de sus sueños. Es un momento que ya nunca más volverá. Vendrán muchas ediciones más cuidadas y bellas. (...) Pero ese minuto en que sale fresco de tinta y tierno de papel el primer libro, ese minuto arrobador y embriagador, con sonido de alas que revolotean y de primera flor que se abre en la altura conquistada, ese minuto está presente una sola vez en la vida del poeta». Pues bien, para mí ese minuto del que habla Neruda es esta tarde en la que nos encontramos, es el tacto de este libro.
Para acabar, les haré una confesión: a Marc no le gusta esta obra que lleva su firma; abre el libro, lo hojea, y tuerce el gesto, se revuelve en la silla, porque ve cómo podía haber cambiado aquí una coma, o allí elegido otro adjetivo. Es la reacción de todo gran escritor: la insatisfacción permanente ante lo realizado, la duda que se alimenta a sí misma y se vuelve creativa. Y es que la obra de Marc siempre está en marcha; es, ahora lo comprendo con la emoción del niño que descubre un tesoro, que en realidad su escritura no vive en este objeto llamado libro, sino en las paredes cambiantes, móviles, del cuento «La maldición del cronista»: palabras y frases que viajan, que surgen y desaparecen, continuamente renovadas en una espiral infinita. Espiral que sólo tiene un fin: la lectura que todos ustedes van a comenzar cuando salgan por esta puerta.